En mis tiempos mozos pertenecí al movimiento Scout en la honorable provincia de Nuevo León. Los chavos de la tropa nos reuníamos cada sábado para ejercitarnos, aprender campismo y pasar un buen rato entre camaradas. Es ahí donde hice grandes amistades que han durado toda la vida; fue también ahí donde el alcohol de una cerveza círculo por primera vez en mis venas.
Después de meses preparándonos y reuniéndonos cada sábado era tiempo de hacer lo que todo buen Scout anhela: irse de campamento con la tropa. En aquellos tiempos era aventura pura, ya que había menos preocupación por la violencia e inseguridad en México, además que nuestros padres eran más relajados para dar permiso a sus hijos pubertos aun sabiendo que existía la posibilidad de caerse de un acantilado o de ser perseguido por perros rabiosos de rancho. Tomábamos un autobús y caminábamos hasta encontrar un lugar decente donde pasar las siguientes noches.
Durante el campamento uno pasaba hambre y frío; no dormías muy bien en tu sleeping bag (‘saco de dormir’ para los puritanos del lenguaje) porque había lodo y piedras bajo tu cabeza y cóccix; te picaban los moscos y otros seres nativos de la región; te salían granos cuando rozabas con tus piernas una hierba venenosa; tenías que caminar kilómetros cargando en el lomo tu equipo y comida; se mojaba tu carpa, mochila y ropa porque alguien dejaba la carpa abierta en una tormenta. En fin, acampar era sufrir.
Pero era un sufrimiento que uno escogía no que te lo imponían. Era una chinga que sabías que valía la pena y que iba a terminar pronto. Las carencias que pasabas eran temporales y todos juntos las sufríamos al mismo tiempo. Estábamos todos en la misma carpa inundada, comiendo las mismas latas de atún, con las piernas hasta la madre de piquetes y los labios resecos como payasos.
Obviamente que no todo era carencia y sufrimiento. Había diversión, buenas pláticas al calor de la fogata, chistes, borracheras, contacto con la naturaleza, anocheceres hermosos, y todo esto era un escape de la cotidianidad. Las aventuras y tragedias en esos campamentos han sido fuente interminable de pláticas y recuerdos entre camaradas. Ya han pasado varias décadas y seguimos contando las mismas anécdotas cada vez que nos vemos. Estos recuerdos valen lingotes de oro.
Todo esto es el preámbulo de una gran lección que me dieron estos campamentos. No ha habido una bañada más lujosa que las que me he dado con agua caliente en la regadera de mi casa después de una semana apestando a monte. No ha habido bebida más reparadora que aquel refresco helado que me despache después de caminar horas bajo el sol con la mochila al hombro regresando a la civilización. No hay comida más deliciosa que los tacos de huevo con chorizo que tu mamá te prepara después de una semana de comer atún en lata, pan de barra aplastado y papa quemada. No hay cama de hotel en el mundo que sea mejor que esa cama de madera triplay rechinante con colchón abultado en el cual desfalleces a tu regreso, después de dormir en tierra y lodo por varias noches. No hay sueño más reparador que la noche que regresas a tus aposentos y duermes trece horas como bebe recién nacido.
Acampar es Sufrir. Acampar es Saber. Sabes el valor de lo que tienes al no tenerlo.
La vida es bella.